Por Agustí Borlán
Apostar por un grupo como Tortoise a estas alturas de la función es una maniobra cuando menos arriesgada. Si a ello le sumamos que su próxima actuación se enmarca dentro de todo un Voll-Damm Festival Internacional de Jazz de Barcelona, la partida se vuelve cada vez más arrojada. La banda de Chicago, ciudad muy representativa de la vanguardia artística estadounidense, ayudó a establecer un interesantísimo diálogo entre el indie-rock y las corrientes jazzísticas menos ortodoxas y más experimentales durante los años 90 del siglo pasado, erigiéndose en el máximo baluarte del denominado post-rock, una etiqueta absurda donde las haya pero bien difundida por una prensa especializada tan perezosa como ansiosa por descubrir la sopa de ajo ante cada next big thing.
Lo cierto es que el batería John McEntire y sus rotativos acompañantes en la aventura quelonia rompieron esquemas en la escena underground, a base de texturas intrumentales que tanto recordaban al primigenio, gélido sonido gemano y progresivo (krautrock) de Neu! como a las tormentas eléctricas de Sonic Youth, pero desde una frecuencia sintonizada con el fuego hard y free de John Coltrane y Ornette Coleman. Un cóctel explosivo que dio lugar a obras de referencia como Millions Now Living Will Never Die (1996) y que, a día de hoy, sigue produciendo jugosos frutos: sin ir más lejos, ahí está Beacons of ancestorship (2009), su último y excitante álbum, indiscutiblemente el más jazzístico de su carrera.
Muchos se preguntarán: ¿A quién le interesa lo que está haciendo Tortoise en pleno siglo XXI? Pues bien, la respuesta es sencilla: pasada la fiebre de la ruptura, ahora sólo queda el verdadero sustrato, su música al natural sin los aditivos de facciones más atraídas por la pose cool que por la genuina validez de una propuesta, y con los únicos conservantes naturales que confieren un bagaje inapelable y una actitud siempre fiel a sus principios. Su estimulante ejercicio de creación libre, en los tiempos que corren, merece algo más que respeto.
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